Cuando la idealización se disuelve y florece la verdad
- Luza Ruiz
- hace 1 día
- 2 Min. de lectura

Hace más de tres años vengo reflexionando sobre un tema que, sin darme cuenta, ha marcado muchas de mis decisiones, vínculos y silencios: la idealización. Esa tendencia sutil —y a veces avasalladora— de poner en lo alto a personas, lugares o situaciones, vistiéndolos con un velo que los hace parecer más grandes, más importantes, más perfectos de lo que en verdad son. Como si allí, en esa imagen brillante, habitara la salvación que estábamos buscando.
Con el tiempo, este pensamiento ha ido madurando en mí. Ya no lo miro con culpa ni con vergüenza, sino con la ternura que se tiene al mirar a la que una fue. Porque entiendo que idealizar fue, durante mucho tiempo, una forma de protegerme, de crear belleza donde no la había, de sostener la esperanza. Pero también reconozco cómo, al hacerlo, me desdibujaba. Me hacía chiquita frente a eso que creía tan valioso, sin advertir que muchas veces esa admiración no era más que una proyección de lo que yo aún no me atrevía a ver o a habitar en mí.
He hablado de esto con amigas —esas conversaciones largas que remueven y sanan—, y muchas coincidimos en algo esencial: a veces nosotras mismas alimentamos en exceso algo que, en el fondo, no nos nutre. Nos volcamos con fuerza a sostener relaciones, ideas o fantasías que no tienen raíces compartidas. Y ahí aparece una palabra hermosa que se nos vuelve epifanía: reciprocidad.
Porque cuando empezamos a valorarnos desde nuestro propio lugar, cuando dejamos de esperar la validación o la mirada del otro para sentirnos completas, también podemos ver más claro. Ya no se trata de remar solas en aguas que se hicieron para compartirse. La reciprocidad nos enseña que el amor, la amistad, los proyectos y los vínculos verdaderos no son un esfuerzo unilateral. No son una carrera para probar nuestro valor. Son una danza donde cada parte entrega y recibe en equilibrio.
Y entonces, cuando esa idealización cae, lo que queda no es vacío. Lo que queda es la posibilidad de ver con ojos nuevos. Poner a cada quien —y a cada cosa— en su justo lugar. No desde el juicio, sino desde la comprensión. Agradecer lo que fue, lo que nos mostró, lo que despertó, y tomar la decisión de dejar de insistir donde no hay eco.
Este proceso me ha transformado. Me ha devuelto a mí, me ha enseñado a mirar sin fantasmas y a caminar con más ligereza. Porque la verdad, aunque a veces duela, también libera. Y porque el lugar más bello para habitar no es el de quien idealiza, sino el de quien se ve, se acepta y se honra.
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