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El último semaforo

  • Foto del escritor: Luza Ruiz
    Luza Ruiz
  • 5 feb
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 7 feb

Fue la última vez que la vi. Las formas delicadas de su cuerpo se desdibujaban entre la danza ligera del tránsito peatonal. El verde del semáforo parpadeaba ante mis ojos como la vaga promesa de una segunda oportunidad. Pero ya era tarde. No podía afrontarlo. Me quedé ahí, paralizado, aturdido. Recordando. Recordándola. Cada momento de estos tres años se transformaba en una razón, un viaje, un cambio. Cambia el semáforo. Permanezco ahí. En rojo. Ella ya no está, y sigo pensando.


Cuando conocí a Renata, la soledad era mi más fiel consejera, mi compañera inseparable. Celosa, desconfiada, posesiva. En mis planes no figuraba el amor; las mujeres llegaban y se iban con sus piruetas de coqueteo y seducción, sin lograr perturbarme. No es que no las notara, claro. Pero cada gesto sensual me parecía una ridícula mueca en este interminable circo de conquistas pasajeras y amores efímeros. Para mí, el amor no era más que un montaje de marionetas donde despechados y desocupados encontraban consuelo.


Y entonces apareció Renata. La vida, con su cruel ironía, me entregó lo que más rechazaba. Una princesa rosa de corazón limpio y espíritu juguetón irrumpió en mi mundo sin solicitud de ingreso ni aprobación de mis estrictos códigos ideológicos. Su apariencia, cargada de colores vibrantes y excesivos, contrastaba con la sobriedad que me envolvía. Pero Renata era más que su imagen: sus labios confesaban verdades con una sinceridad desarmante, y su torpeza inocente se mezclaba de manera asimétrica con la exquisitez de sus respuestas.


Me desconocía a mí mismo. La ternura que tanto había censurado en otros y que me parecía empalagosa se apoderó de mí. Renata no solo marcaba una diferencia en mi vida: la transformaba. Nuestra relación se convirtió en un torbellino de olores y sabores, de tacto y sentimiento.


Aprendí a crecer junto a ella, en silencio, feliz. Me sumergí en ese túnel infinito de seguridad que ella me ofrecía, un refugio desde donde el mundo parecía más vasto y más claro. Todo era perfecto.


Hasta aquella tarde.


Después de almorzar, la dejé en su casa. Me dijo que se iría del país por un par de semanas, que nuestras vidas cambiarían y que todo sería más feliz. ¿Cómo podía imaginar cuánto cambiaría para mí? Día tras día hablábamos por teléfono, y en su voz vibraba una alegría que empezó a asustarme. Mi mente viajaba, suponía. Tuve miedo.


Cuando regresó, acordamos encontrarnos en el café de siempre. Su tono al teléfono era irónico, distinto. Dijo simplemente: “Veámonos en la misma parte de siempre”. Esas palabras retumbaban en mi mente, alimentando mis temores.


Llegué tarde. Tal vez a propósito. Ahí estaba ella, en la misma mesa de siempre. Pero esta vez sus colores, antes estridentes, armonizaban con el entorno. Como una niña inquieta, exploraba con la mirada cada rincón del café, los árboles, las personas, el cielo al atardecer, el mesero que siempre nos atendía pero que ella nunca había notado. La torpeza inocente de su rostro había desaparecido. Sus ojos, antes radiantes, se empañaban con la prisa del mundo. Algo en ella había cambiado. Y ese cambio la alejaba de mí.


Miraba el reloj una y otra vez. Llevaba las manos a su rostro, abriendo y cerrando una ventana imaginaria, como si quisiera asegurarse de que ya no necesitaba que le describieran personas, lugares, formas y colores. Cada vez que sus dedos trazaban ese gesto, sonreía. Y con cada sonrisa, mi fragilidad se hacía más evidente.

La observé hasta que, llena de impaciencia, decidió marcharse.


La seguí unos pasos, dudé. Quise correr tras ella, convencerme de que todo podía ser como antes. Pero no era verdad.


Antes, todo era perfecto.

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