“El dolor y la memoria no se miden en los relojes”: una lectura personal de Violeta
- Luza Ruiz
- 2 jul
- 2 Min. de lectura

Acabo de terminar Violeta, de Isabel Allende, y todavía tengo en el cuerpo la emoción de haber acompañado a esta mujer a lo largo de cien años de historia, de dolores, amores, pérdidas, aprendizajes. No suelo escribir reseñas apenas cierro un libro, pero con Violeta sentí la necesidad de agradecerle su compañía, su honestidad, su ternura feroz.
Me identifiqué con ella en muchas de sus conversaciones. Hay algo en la forma en que transita la vida —con lucidez, con humor, con coraje, incluso en medio de la pena— que me tocó profundamente. Violeta narra su historia en una larga carta a su nieto Camilo, y lo hace sin filtros: habla del deseo, del miedo, de la maternidad, del cuerpo, de la política, de la pérdida. La voz que Isabel Allende construye es la de una mujer sabia y a la vez terriblemente humana.
Uno de los momentos más duros y hermosos del libro fue todo lo que sucedió con su hija Nieves. Me estremeció su proceso, su lucha, su desenlace. Lloré cuando nació Camilo, porque con su vida se llevó la vida de Nieves. Lloré también porque mi abuela murió dando a luz, y yo llevo su nombre. No tengo hijos, tal vez porque, como para Nieves y mi abuela, los hijos significarían morirse. Leer esa escena fue como abrir una herida antigua y al mismo tiempo sentir que alguien la nombraba con cuidado. Me conmovió profundamente la forma en que Violeta transformó todo ese dolor con la llegada de Camilo. Ese niño se volvió su razón, su luz, su legado.
Las mujeres que rodean a Violeta también me tocaron: Etelvina, Facunda, su hermana, su madre, sus amigas. Son mujeres reales, fuertes, imperfectas, que tejen con ella una red de afecto en medio de los vaivenes del siglo XX. Etelvina, en especial, me conmovió por su amor y su constancia silenciosa. Me pareció hermoso que fuera con ella con quien Violeta se despidiera del mundo. En esa escena hay una intimidad y una ternura que pocas veces he leído.
Y también me emocionó profundamente ver cómo, cuando Violeta fue consciente de lo que vivían tantas mujeres a su alrededor —la violencia, la injusticia, el olvido—, quiso ayudarlas. No desde un lugar de superioridad, sino desde la experiencia, desde la solidaridad, desde la empatía.
Los hombres en su vida también cambian con el tiempo. Al principio aparecen con sus sombras, sus violencias, sus abusos. Pero poco a poco, la vida le va regalando relaciones más sanas, más amorosas. Aprendí con ella que se puede soltar lo que daña, aunque duela. Que el amor no tiene que doler para ser verdadero.
Violeta no es solo la historia de una mujer, sino la historia de muchas. De muchas que hemos tenido que encontrar nuestra voz, nuestra libertad, nuestra forma de vivir y contar el mundo. Leerla me recordó la importancia de narrarnos, de dejar testimonio, de no olvidar. Me recordó que, incluso con el corazón hecho trizas, se puede seguir andando con dignidad, con dulzura, con fuego. Porque, como dice Violeta, “el dolor y la memoria no se miden en los relojes”.
Gracias, Violeta. Gracias, Isabel Allende.
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