La escritura como acto de sanación
- Luza Ruiz
- 20 may
- 2 Min. de lectura

Escribo en diarios desde que tengo memoria.
A veces para contar lo que me pasa, otras para intentar entenderlo.
Desde niña, los cuadernos han sido mi refugio secreto, ese lugar donde todo cabe: las dudas, las alegrías, las preguntas, las ideas que me rondan… y también los dolores que no siempre tienen nombre.
Recuerdo la sensación de abrir un cuaderno nuevo: la primera página en blanco como promesa. Lo que no podía decir en voz alta encontraba forma en esas líneas, como si al escribirlo se hiciera más llevadero, más comprensible. Era una forma de ordenar el mundo —y mi mundo— desde adentro.
En 2005 migré al mundo digital: carpetas de Google Drive, documentos, notas en el celular. Me sirvió. Me ayudó a ordenar, a soltar, a darle forma a pensamientos que iban más rápido que mi mano. Fue práctico, ágil. Pero con el tiempo me di cuenta de que algo me hacía falta. Que algo de la intimidad, de la pausa, del ritmo más lento y profundo de la escritura a mano, se había perdido.
El año pasado volví al papel. A escribir a mano.
Volví por culpa —o mejor dicho, gracias— a El Camino del Artista, ese libro que llegó como quien toca la puerta con suavidad y pregunta: “¿Y si volvés a hablarte?” Y volví. Volví a mí. A esa voz interior que solo aparece cuando le abrimos espacio sin juicio, sin prisa.
Desde entonces, escribir se ha vuelto un ritual. No solo una práctica creativa, sino una forma de habitarme. Me siento cada mañana, o cada, tarde o noche, con un cuaderno y un bolígrafo, no con la expectativa de que saldrá algo brillante, sino con la certeza de que lo que aparezca será honesto.
Escribo para enfocarme.
Escribo para ser fiel a lo que siento.
Escribo para no olvidarme de lo que quiero.
Y sobre todo, escribo porque cuando lo hago, me sano.
He descubierto que hay un poder profundamente mágico en ese gesto silencioso de dejar que la tinta hable. No se trata de hacer literatura, ni siquiera de “escribir bien”. Se trata de escuchar. De estar. De sostenerme entre líneas. Y con el tiempo, ese ejercicio también se ha convertido en una forma de darme permiso para estar en transformación constante.
Y he notado algo hermoso: en mis trazos a mano empiezan a repetirse temas. Algunos vuelven una y otra vez, como si buscaran madurar conmigo. Otros cambian de forma, se suavizan, se resignifican. Por eso he decidido irlos plasmando también aquí, en este espacio digital que habito de otro modo, como una forma de dejar huella, de seguir conversando conmigo misma... y quizás, también, con quienes resuenen con este camino. Porque escribir no solo es contar una historia. A veces, es un modo de volver a casa. De recordarme que incluso en el caos hay belleza. Que las palabras tienen el poder de devolvernos a lo esencial.
Y que escucharnos —de verdad— puede ser el acto más amoroso y reparador que tenemos a mano.
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