El invencible verano de Liliana, de Cristina Rivera Garza
- Luza Ruiz
- hace 19 horas
- 4 Min. de lectura
En lo más profundo del invierno aprendí al fin que había en mí un invencible verano. —Albert Camus
Cuando terminé El invencible verano de Liliana sentí el corazón agitado, como si hubiera acompañado a alguien que amé durante un trayecto demasiado breve e intensamente luminoso. No lo leí: lo escuché. En la voz de Ayari Rivera, la historia adquirió una fuerza casi hipnótica, como si fuera la misma Cristina Rivera Garza quien me hablara al oído, contándome entre suspiros y pausas la historia de su hermana. A veces sentía que conversaba con ella, que compartíamos el mismo silencio lleno de amor y de rabia.
Cristina escribe desde un lugar que solo puede habitarse con el amor de una hermana y la fuerza de quien no acepta el olvido. Reconstruye la vida de Liliana a partir de fragmentos: cartas, notas, diarios, fotografías, informes. Cada pieza parece un intento por atrapar la luz antes de que se apague. Su prosa es vertiginosa, a veces como una respiración entrecortada, como si tuviera prisa por rescatar a Liliana del silencio.
Mientras la escuchaba, pensaba en mi propia hermana menor. Pensaba en todas las veces que he sentido miedo por ella o por mí, en cómo cada mujer que conozco lleva, en algún rincón de su historia, una amenaza o una pérdida. Pensé también en mi propia disciplina para escribir, en la cantidad de palabras que he ido dejando en cuadernos y archivos digitales. En esa conversación que sostengo conmigo misma, en ese intento por entenderme a través de lo que escribo. Por eso me identifiqué tanto con Liliana, con esa manera tan suya de poner en palabras sus vivencias, de escribir como si en ello le fuera la vida.
Pensé en las mujeres que no sobrevivieron para contarlo. Liliana tenía veintitantos, una vida entera por delante, y alguien decidió arrebatársela. Pero este libro no se queda en la tragedia: la transforma.
Cristina Rivera Garza cuenta que cuando encontró las cajas con los papeles de su hermana —cartas dobladas como pequeños origamis que “salieron volando” cuando las abrió— entendió que no debía escribir sobre Liliana, sino con Liliana. Que no bastaba con reconstruir la historia desde el duelo o la rabia: debía devolverle el aire y la voz. «A Liliana le habían quitado el aire y la vida. Por eso era tan importante crear un espacio en el que devolvérselo», escribe.
Y eso es exactamente lo que logra: crear un espacio donde Liliana respira. Donde sus palabras, sus gestos, sus anotaciones cotidianas se convierten en materia viva. Cristina la acompaña sin traducirla demasiado, dejando que el lector —o quien escucha— perciba su aliento cerca del hombro.
En este libro, la escritura se vuelve exorcismo y resurrección. No hay victimismo ni morbo: hay ternura, lucidez y una voluntad implacable de justicia. “El duelo es estar en compañía”, dice Cristina, y esa frase me atravesó como un eco que no se apaga.
La autora sabe que no puede luchar contra el monstruo si nadie lo ve. El feminicidio, palabra que en inglés aún no tiene equivalente exacto, es aquí un nombre necesario, una forma de nombrar lo que durante décadas se ocultó entre rumores y justificaciones. En los años noventa, cuando asesinaron a Liliana, la narrativa social era cruel: “ella lo engañó”, “vivía sola”, “algo debía pasarle”. Este libro desmonta esas violencias del lenguaje y cambia el modo de hablar sobre la pérdida.
Escuchar la voz de Ayari Rivera fue como presenciar una ceremonia. Cada palabra pronunciada parecía sostener el alma de Liliana, devolverle el aire que le arrebataron. Era imposible no sentir que estaba allí, que seguía escribiendo, soñando, viajando. “I want Liliana to go places”, dijo Cristina a su editor inglés. Y vaya si lo hizo: su historia cruzó fronteras, lenguas y premios hasta llegar al Pulitzer, porque fue escrita desde dos orillas —en inglés y en español— y desde una sola convicción: que el amor puede ser una forma de resistencia.
En una entrevista, Cristina confiesa que transcribió los diarios de su hermana palabra por palabra, como si al escribir con su mano pudiera devolverle la vida. Esa imagen me parece de una belleza dolorosa: una hermana escribiendo la voz de otra, para que el silencio no gane.
El invencible verano de Liliana me conmovió profundamente por su ternura y su lucidez. Convierte los documentos en hilos de memoria que reconstruyen a Liliana no como víctima, sino como mujer, amiga, hija, soñadora. En esas páginas, o mejor, en esas voces, la muerte retrocede un poco.
Lloré varias veces. No por el horror —que está ahí, sin ser subrayado—, sino por la ternura de mirar de nuevo. Por ese gesto de amor que consiste en abrazar con palabras lo que el cuerpo ya no puede tocar. Escribir, aquí, es una forma de seguir viviendo.
Al terminar, pensé en todas las Lilianas que habitan nuestras vidas: hermanas, amigas, estudiantes, mujeres que fueron silenciadas. Pensé también en nosotras, las que seguimos leyendo, escuchando, nombrando. Porque eso es lo que hace este libro: nos invita a nombrar. A no callar.
El invencible verano de Liliana es un libro sobre la persistencia, sobre la memoria que se niega a morir, sobre el poder del afecto y de la escritura como acto de resistencia.

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